Ciudad de México, en torno a 1962. Un grupo de burgueses se dan cita, tras asistir a la ópera, en una suntuosa mansión. Después de la cena los invitados perciben algo inusual: el servicio ha abandonado la casa mientras que ellos son incapaces de hacerlo. Al principio todo son risas y curiosidad ante la peculiar situación, pero con el paso de los días los invitados, hambrientos, enfermos y entre harapos, pierden sus maneras, aquello que distingue su posición social, para volverse unos salvajes. Lo demente es que ninguno de ellos se pregunta por la razón última de su cautiverio, por qué no pueden abandonar la mansión cuando no hay nada que realmente se lo impida. La historia, la ficción, es el argumento de la película El ángel exterminador, de Luis Buñuel.
España vive desde hace unos años una situación muy parecida a la propuesta en El ángel exterminador, una cotidiana anormalidad en la que ya nos cuesta distinguir cómo eran las cosas antes, cuando todo parecía transcurrir bajo el cómodo sopor de lo previsible. Dejando a un lado pequeñas minucias como la abdicación de un rey, la aparición de dos nuevos partidos de ámbito nacional, la imposición europea de las cuentas públicas y la erupción de una corrupción generalizada, hemos vivido en el último año y medio el intento secesionista de una parte del país, una moción de censura y la vuelta de la ultraderecha a la arena política. Todo esto son hechos altamente inusuales, pero lo verdaderamente demente es que nadie parezca asumir de una vez por todas que la etapa política del 78 toca a su fin.
Los sacerdotes de
la actualidad, aquellos que además de leer manifiestos en Colón se encargan de
sentenciar qué es o no noticia, hacen lo posible por presentarnos todos estos
acontecimientos extraordinarios como una colección de episodios inconexos. Es
como si un dramaturgo fuera introduciendo cambios en el libreto en el
transcurso de una función por el rumor de un público descontento. Los añadidos
de última hora desconciertan a los actores pero más aún a un patio de butacas
que no entiende nada porque le empieza a resultar imposible seguir el alocado
hilo argumental. Cuando lo inaudito comienza a ser lo ordinario, lo peor es que
nos empieza a costar distinguir lo peculiar de lo enajenado.
Y esta situación
empieza a resultar insoportable para los dueños del teatro. Pero no adelantemos
acontecimientos.
Los síntomas más recientes
Estamos a las
puertas de unas nuevas elecciones generales, no porque como lleva ocurriendo
estos últimos cuarenta años la legislatura toque a su fin, sino porque un
Gobierno en minoría surgido de una moción de censura es incapaz de aprobar unos
presupuestos y por tanto de llevar a cabo su programa político.
Pero, ¿por qué estamos en estas?
Desde el lado progresista el culpable parece claro: los partidos independentistas en el hemiciclo han votado en contra de los presupuestos. Por un lado Esquerra es acusada de tumbar las cuentas públicas más sociales de los últimos años, por otro el PDeCAT, antigua CiU, es acusada de faltar a su tradicional sentido de Estado que les llevó a coaligarse con los sucesivos gobiernos del PSOE y el PP para dar estabilidad al país a cambio de arrancar concesiones para Cataluña (o la parte más acaudalada de Cataluña).
Con la más que probable amenaza de una reedición de la alianza reaccionaria en Andalucía extendida al Gobierno central, parece lógico preguntarse si la actitud del independentismo es un tiro en el pie hacia sus intereses. Y en el plazo corto todo parece indicar que es así. Ni siquiera está claro que muchos de sus votantes vayan a entender esta escapada hacia adelante, no solo los de Esquerra, sino también los de una derecha catalana que tradicionalmente siempre ha sido más utilitarista que aventurera.
El asunto es que la política catalana también ha dejado de ser normal desde que el proceso independentista se desató en todo su valor simbólico para descubrir que, en realidad, no tenía capacidad de llevarse a cabo más allá de lo declarativo. De ahí, primero, que los partidos catalanes se vigilen los unos a los otros para no ser los primeros en descabalgar de la aventura, de ahí que teniendo a varios de sus dirigentes encarcelados o en el exilio su posición no pueda ser la normal, ni por eje ideológico, ni por manejo de intereses económicos.
El sector
progresista puede vender la verdad a medias de que PDeCAT y Esquerra les han
dado de lado, pero no pueden obviar la situación de extrema anormalidad que
supone una dura prisión preventiva y un juicio, el del Tribunal Supremo al procés, en el que además de las penas de
cárcel se está judicializando el endémico problema territorial español. Los
líderes independentistas forzaron, espoleados por su propia inercia, los
límites legales de la unidad territorial, convocando un referéndum y declarando
unilateralmente una república virtual, pero lo hicieron sin violencia y a
juzgar por los resultados sin prever ninguna de las condiciones para el
surgimiento de un nuevo Estado como la financiación o el reconocimiento
internacional.
Pero además de esa inercia hubo otros factores, que como desde aquí he insistido, llevaron al aparato del Estado a sobrepasar al propio Rajoy y a cerrar todas las puertas de cualquier solución dialogada previa. Desde estas instancias se leyó, por ahora con acierto, que el procés sería el 23F de Felipe VI, su consolidación tras la incertidumbre de los años de la indignación. Además, sería la espoleta que daría a la derecha el control sobre la calle y sobre la agenda política. El otoño rojigualdo fue el 15-M del orden establecido.
En todo caso, sea cual sea el resultado del juicio que se lleva a cabo en el Tribunal Supremo, sean cuales sean las narrativas triunfantes en los medios, lo cierto es que si el procés está muerto, el independentismo es ya una realidad que ha venido para quedarse en una parte considerable de la sociedad catalana. Dependerá de los acontecimientos que siguen a estos meses saber si se buscará algún tipo de solución territorial nueva o si se va a tender hacia un enquistamiento del conflicto. El bloque de derechas ya ha hecho su elección: prefieren una Cataluña convertida en un Belfast de baja intensidad que un una Cataluña cómoda en España.
Cuando a mitad de la pasada década Rajoy decidió recoger firmas para condenar el Estatut y denunciarlo ante el Constitucional –en lo que no fue más que una operación interna para salvar la cara ante las maniobras del aguirrismo– destapó una caja de los truenos de la que ahora estamos sufriendo las consecuencias.
El bloque reaccionario
Ese mismo Rajoy, el
primer presidente cesado por una moción de censura, el dirigente del PP
condenado por beneficiarse de sobornos en el caso Gürtel, el ejecutor de los
recortes ordenados por la Troika, es quien ahora muchos empiezan a echar de
menos ante el nuevo rumbo del PP. Y esta situación de fuego y brasas nos
explica de nuevo que el barco del régimen político español hace aguas.
¿Les gusta Martin
Scorsese? Quizá una de las razones además de la sordidez de sus historias, sus
planos secuencia y el conflicto social que subyace en sus películas es que casi
siempre cuenta la misma historia y eso, para nuestro económico cerebro, es un
plus. Sus personajes suelen ser inadaptados por un exceso de adaptación, es
decir, gente asocial cuya preocupación por ser aceptada les lleva a destilar
con demasiada pureza los principios del orden dominante.
Desde el taxista
que adelanta el higienismo reaganista hasta el corredor de bolsa que gana
demasiado dinero llevando a las últimas consecuencias el neoliberalismo, casi
todos sus protagonistas son un reflejo grotesco del sueño americano. Uno que
acaba especialmente mal porque el sistema nunca admite por demasiado tiempo
talibanes de sus propias normas: en un mundo donde los juegos de sombras son
esenciales, arrojar demasiada luz sobre los principios que rigen esta sociedad
resulta peligroso.
Pablo Casado, Albert Rivera y el innombrable Abascal son, ni más ni menos, que tres personajes de Scorsese. Casado y Abascal porque han sido moldeados, como ya vimos por aquí, por la mano aznarista, y Rivera porque, habiendo sido el antídoto simpático y aspiracional a Podemos, se ha dejado arrastrar por el clima de nacionalismo de la España de los balcones. Los tres son personajes incómodos en un momento en que, a poco que la derecha fuera inteligente, podría encauzar al país a unas nuevas décadas de calma para los de arriba.
El problema
histórico de la derecha española, sin embargo, es el mismo que el del tardío
desarrollo industrial del país: si Fernando VII fue Rey fue por la ausencia de
una burguesía ilustrada y liberal más que por méritos propios. Así, todo el
esfuerzo de décadas por modernizar su imagen, por converger con la derecha
europea, se están yendo al traste en unos pocos meses. La advertencia, sin
embargo, es clara: el bloque reaccionario no ha venido a jugar a los
significantes flotantes, sino a transformar la sociedad a su imagen y
semejanza. Cueste lo que cueste.
Por el contrario, que el PP gobierne en Andalucía no nos puede llevar a olvidar que de hecho el PP también perdió aquellas elecciones autonómicas. Que aunque conquistó la presidencia de la Junta lo hizo perdiendo una gran cantidad de votos y este es un detalle que, junto a la debacle del PSOE, nos señala algo extensible al resto de la geografía: los dos partidos en los que se ha basado la arquitectura parlamentaria del 78 están gravemente heridos.
De hecho, tras los últimos posicionamientos de líderes históricos y territoriales del PSOE antes del gatillazo de Colón, podemos deducir que una parte significativa del histórico partido se encuentra más cerca de los posicionamientos del bloque reaccionario que de Pedro Sánchez, unos por miedo e impericia y otros por decidido convencimiento.
La salida a la crisis de régimen
Vivimos una crisis de régimen irresuelta, no tanto por que los sectores que lo enfrentan no sean capaces de tumbarlo, sino sobre todo porque los encargados de sostenerlo no saben, pero tampoco pueden, alargar la vida útil de una maquinaria que ha quedado obsoleta. La duda entre quien manda, calmados los instintos levantiscos de la calle, es si se puede recurrir al maquillaje o hay que apostar por algo nuevo. La realidad es que muy pocos de los que controlan los resortes del poder saben que la creación de un nuevo régimen político se basa más en la correlación de fuerzas que en el voluntarismo, por muy influyente que sea quien traza los planes.
El poder económico tiene una idea que le obsesiona y es no volver bajo ninguna circunstancia al periodo 2011-2015, donde si bien no fueron el centro de la ira de los ciudadanos sí se vieron más expuestos de lo que deseaban. El bloque reaccionario colma sus expectativas neoliberales ya que, a diferencia de otras ultraderechas, de momento no ha jugueteado con el obrerismo y el proteccionismo. Sin embargo, los postulados excesivamente ultras, diáfanos, de Casado y Abascal, no concuerdan en absoluto, por ejemplo, con las inversiones en imagen amable que Ana Patricia Botín lleva haciendo desde hace tiempo. Además, no podemos olvidar que alguien como Soraya Sáenz de Santamaría, que acumuló un notable poder e influencia, no desaparece de la noche a la mañana.
La salida menos
aventurera a la crisis de régimen puede pasar por una opción que haga recuperar
al centro su papel de anestésico de tanta pasión desenfrenada. Y ahí Ciudadanos
ha de decidir (o ha de ser decidido) si lo que quiere es ser sobrepasado por
Vox o pasar a ser una de las patas confiables del nuevo proyecto institucional.
Uno en el que, por supuesto, entraría el PSOE, pero también incluso el
populismo progresista de Errejón y Carmena, que jugaría el papel de izquierda
responsable, de válvula de seguridad. Hay determinadas decisiones que se toman
por exceso de ambición, pero también porque alguien, con recursos y autoridad,
te da el empujoncito para llevarlas a cabo. La cita a Scorsese y al fatal
destino de sus personajes no era casual. En las altas esferas también hay
contradicciones y esta es la que enfrenta a la estructura profunda del Estado,
de ADN franquista, con los dueños del dinero, más favorables a Macron o Trudeau
que a Casado.
Como estamos viendo en Venezuela, no todo lo que se planea en un mapa de una oficina de Virginia es sencillo de llevar a la práctica, incluso para un actor tan poderoso como Estados Unidos. La correlación de fuerzas, como decíamos al principio de este bloque, tiene algo que ver. Y la izquierda, política, sindical y social, no puede olvidarlo, más allá de que los procesos electorales de este 2019 vayan a ser más de resistencia que de avance para estas opciones.
En primer lugar, el
sindicalismo de este país no puede permanecer ensimismado como si la crisis de
régimen no fuera con ellos. Cualquiera de las dos salidas, la del bloque
reaccionario y la del bloque centrista, van a contar con lo neoliberal como
programa económico irrenunciable. Y no ya un neoliberalismo conocido por todos,
sino uno que tiene que recurrir a la uberización de los empleos cuando no le
quedan más externalizaciones y despidos que llevar a cabo. Los sindicatos
tienen que entender que en este nuevo contexto ya no son indispensables para la
estabilidad del sistema político. Si su respuesta es optar por la vía blanda
les quedará una dulce agonía donde subsistirán en la administración pública y
las ruinas industriales.
La izquierda política perdió la oportunidad, tras los procesos electorales de 2015 y 2016, de construir un bloque de cambio que fuera más allá del Congreso de los Diputados. Una vez más, podemos buscar decenas de factores: el deslumbramiento institucional, las desavenencias internas, los permanentes procesos de primarias, las desconfianzas tácticas… pero, sobre todo, el carecer de un proyecto estable para el país, que sea reconocible en cualquier territorio y no varíe cada semana dependiendo de la coyuntura de la actualidad. Y asumir que, unido a la crisis de régimen en España, hay una más que notable crisis del modelo basado en las identidades fragmentadas que se lleva aplicando desde los años noventa. Poco o nada se ha conseguido desde entonces.
Y, por último, la izquierda social, esa minoría a la que antes se llamaba vanguardia, comprometida sentimentalmente con determinados valores progresistas, movilizada dependiendo de la euforia o el desánimo, debe tener claro que el mejor momento para organizarse no es cuando el viento sopla favorable, sino cuando el temporal arrecia y promete llevarse las pocas libertades y avances sociales que se habían conseguido en 1978. Esa izquierda social debe recordar que aquellos puntos positivos no fueron concesiones graciosas del aparato de poder post-franquista, sino cesiones temporales que hicieron asustadas ante la emergencia del movimiento obrero y que ahora están dispuestas a eliminar. La izquierda social debe ser el estímulo moral del resto del pueblo, la fuerza de arrastre de quien, empíricamente, tiene razones sobradas para abstenerse.
Este clima de incertidumbre no puede extenderse mucho más en el tiempo: en España no cabe una situación permanente de inestabilidad a la italiana, ni por tradición, ni por carácter, ni porque a la maltrecha UE le interesa otro foco de problemas. Las siguientes elecciones del 28 de abril no serán el fin inmediato de nuestro contexto político tal y como lo hemos conocido, pero sí serán el principio del fin para su transformación en algo diferente.
Buñuel dijo que una
de las claves de El ángel exterminador
era su elección de un grupo de burgueses como protagonistas, porque sabía que
ante una situación límite su racionalidad se resquebrajaría antes que la de un
grupo de obreros: los ricos no estaban acostumbrados a colaborar. España no es
una película surrealista, pero se le empieza a aproximar bastante.