Ha pasado un año, y no parece que fue ayer. En este año ha pasado una eternidad y ya nadie es el mismo que fue en su opinión sobre el procés. Hace un año, los que ayer y hoy deseaban y desean la unión estaban estupefactos, y los que ayer y hoy deseaban y desean la independencia se mostraban inquietos. Todos, absolutamente todos, muy tensos y en buena medida desconcertados.
Nadie se sentía fuerte. Todos estaban ante una situación nueva que traté de interiorizar siempre de una manera estrictamente racional, dejando de lado completamente mi ideología y emociones, que por supuesto las tengo, y centrándome sólo en lo jurídico. Escribí mucho en esos días, tratando de explicar lo que estaba rematadamente mal -las leyes de 6 y 7 de septiembre y el (ab)uso gubernamental de los tribunales- y exponiendo las diferencias entre una manifestación democrática y la sedición, y entre un estado dictatorial y el papel habitual de las instituciones.
Creo que el día 6 de septiembre fui el primero en hablar públicamente de sedición, aunque -ingenuo de mí- descarté la rebelión. Me preguntaron que qué sería lo que ocurriría después de aquellas innecesarias leyes, y respondí que si Cataluña conseguía la independencia, serían parte del momento fundacional. Pero que si no era así, como era más que previsible -lo dije muchas veces, también por escrito, y fui criticado por ello-, la reacción del Estado podría ser muy dura, como así ha sido.
El sector independentista se saltó las leyes, ciertamente, pero nunca deseó echarse al monte, aunque a muchos les parecerá extraño que lo diga. Su empeño en aquellos días era obrar jurídicamente al límite de lo penalmente aceptable, no deseando jamás llegar ni siquiera a la desobediencia. Siempre respondí, a quien me quiso escuchar, que no era momento de florituras jurídicas, porque la reacción podría ser de brocha gorda. Se produjeron interesantes debates estrictamente jurídicos que, con todo, me aterraban. Me negué a imaginar las prisiones, aunque podían producirse.
Y jamás pensé, ni yo ni prácticamente nadie, que algunos decidieran irse al extranjero, decisión que critiqué por errónea jurídica y estratégicamente y que ha sido muy contraproducente para los actuales presos, y que no ha aportado nada en el plano internacional. Que los jueces belgas o alemanes hayan decidido como lo hicieron no es mérito de los políticos en el extranjero, sino de crasos errores de la justicia española que he denunciado muy reiteradamente. El más importante, la acusación por rebelión. El colateral, la deficiente inteligencia de lo que es y supone la euroorden.
Pero todo lo que podía ir mal, falló. El Govern decidió seguir adelante con la votación, aunque estaba desprovista de cualquier efecto jurídico. El gobierno, en lugar de dejar pasar esa votación inefectiva como había hecho el 9 de noviembre de 2014, no impidió eficientemente hasta media mañana del 1 de octubre que fuera reprimida a porrazos. El govern, acto seguido, en lugar de convocar elecciones para escuchar regularmente la opinión de la gente, se empecinó en mantener el “resultado” de la votación de cara a la galería, con el objeto de proclamar la independencia, mientras negociaba en secreto la convocatoria de elecciones… autonómicas.
Y finalmente llegó la implosión. Una absurda declaración de independencia, entrega inmediata, acto seguido, de todo el poder a Moncloa convirtiendo a Cataluña en una simple región durante varios meses, y puesta en marcha del relato ficticio hiperbólico del “golpe de estado” -sin armas, sin violencia, sin resistencia a la entrega del poder- y de todo el aparato represivo estatal, coherente con esa visión, que en un momento de absoluta depresión del independentismo, rearmó su moral con las prisiones. Lo que ha venido después no han sido sino coletazos de esta última fase de inútil escarmiento, aún vigente.
En Cataluña hablamos de joc dels disbarats -juego de los disparates- para describir situaciones análogas a la relatada. Parece que últimamente una parte importante de los actores de esta función están dispuestos a hacer las paces. Confiemos en ello y favorezcámoslo. No es cualquier cosa que tres jueces alemanes del máximo nivel dijeran que no hubo una rebelión. No es baladí que no haya reconocido la independencia de Cataluña ningún país del mundo. El empeño en seguir en los extremos no lleva jamás a ninguna parte, y es contraproducente para la -legítima y legal- defensa de las propias posiciones políticas.