Lunes 1 de octubre, siete de la tarde. El expresidente José María Aznar participa en la presentación de un libro que edita la Fundación FAES, de la que es presidente. A tenor de la duración de los aplausos para Aznar y del escaso interés de los medios por el nuevo libro, podría decirse que estamos ante una obra de teatro ideada para que el expresidente aumente su protagonismo en el debate público.
La cita tiene lugar en el Museo Lázaro Galdiano, 122 de la calle Serrano, uno de los paseos más caros de Madrid. Las inmediaciones del lugar dejan claro el contexto: la acera huele a humo de puro, en las terrazas se sientan señores de cierta edad que beben whisky on the rocks, de los portales salen mujeres ataviadas con traje de sirvienta para sacar la basura, y los transeúntes lucen abundantes motivos rojigualdos en su indumentaria. Policía por todas partes.
Comentarios jocosos en la entrada cuando los señores de seguridad anotan que ha venido un periodista de La Marea. La señora que custodia la entrada y vende ejemplares del nuevo libro, Miguel Maura, la derecha republicana (Faes, 2018), asegura: «Alguno hemos vendido». La edad media del personal ronda los sesenta años, el pasillo huele a perfume caro y los peinados lucen raya perfecta. Algunos asistentes exhiben condecoraciones en las solapas de sus trajes y visten corbata verde oscuro, el color que usaban los defensores de la monarquía y la aristocracia desde tiempos de la República, y que ahora muestran con frecuencia Iñaki Urdangarin, el rey Felipe y otros cuellos de familia bien.
Aznar se hace esperar. El libro no es suyo, sino del historiador Antonio Cañellas, pero la presencia del expresidente es motivo suficiente para atraer a una veintena de periodistas, principalmente de canales de televisión y agencias. Ana Botella entra en la sala, saluda y se sienta en primera fila. Desde la zona alta del pequeño anfiteatro se divisan las tres primeras filas: 24 personas, 21 hombres y tres mujeres, incluida Botella. Sobre el escenario, cuatro hombres: Javier Zarzalejos, mano derecha de Aznar y exsecretario de Presidencia, ahora director de FAES; el expresidente Aznar, Antonio Cañellas, autor de la obra que supuestamente protagoniza el evento, y Julio Gil Pecharromán, historiador cercano a la derecha liberal española.
La FAES utiliza a Aznar y Aznar utiliza a la FAES. El anfiteatro -no muy grande- roza el lleno absoluto debido a la presencia del expresidente, y no a la presentación de la biografía. Las palabras de Aznar se reservan para el final, una forma de evitar que media sala abandone el acto antes de tiempo. A su vez, el expresidente aprovecha la ocasión para dar lecciones de historia, moral y lo que a su parecer es sentido común. Una forma de esparcir su semilla y mantener su presencia en el debate del que el electorado y su propio partido le relegaron hace más de una década.
Zarzalejos eleva la figura de Maura, un conservador que rechazaba la visión de Estado fuerte y corporativista, fiel a los postulados liberales de corte anglosajón que hoy predican Aznar, su heredero político, Pablo Casado, y otros seguidores. «No debía ser fácil ser republicano en una República que pronto tomó una senda de dogmantismo exclusión», opina. Gil Pecharromán lee sin separar la vista de los folios para defender que Maura fue un político de derechas honesto, demócrata, coherente y republicano a pesar de sus vaivenes con la monarquía. Lo define como «el último canovista», de derechas y progresista, todo en uno. Sostiene que Maura fracasó en el ámbito político por enfrentarse a la República, siendo él más bien antimonárquico, y por enfrentarse a la Iglesia, siendo como era católico. «Fue un hombre que nació medio siglo después de lo que le hubiera convenido, y que lo hizo medio siglo antes de lo que nos hubiera convenido a nosotros», opina el historiador.
Aznar aplaude con una intensidad similar a la de la reina de Inglaterra. Mientras escucha, tantea su smartphone blanco bajo la mesa. Se tapa la boca con una mano para que nadie lea en sus labios lo que dice puntualmente a quien se sienta a su derecha. Acerca sus manos sin llegar a entrelazarlas, bailando y golpeando con la punta de los dedos, un gesto que recuerda al señor Burns de los Simpsons, y que denota seguridad, según los expertos en lenguaje corporal. Son muchos años de experiencia. Quedó atrás aquel Aznar que sonreía mientras le metía un bolígrafo en el escote a la periodista Marta Nebot.
Cañellas, el autor de la obra -y uno de los más jóvenes en la sala- toma la palabra. También evita la improvisación, prefiere leer. Dibuja el supuesto carácter visionario de Maura, su discurso «agrio, reivindicativo, con personalidad enérgica». Casi parece que estuviera ensalzando a Aznar. Convierte el golpe de Estado de Primo de Rivera en un «pronunciamiento militar», y emplea otros eufemismos para hablar del golpe de Franco o el plan de Maura para establecer una dictadura republicana en la que la izquierda burguesa y la derecha liberal se alternaran el poder. Maura intuía que la Segunda República solo era democrática en apariencia, que España iba a convertirse primero en un país socialista («el Partido Socialista se estaba marximizando») y después en un régimen comunista, lo que le hizo volver a los brazos de la monarquía. «Reforma sí, revolución no», resume Cañellas.
Llega el turno de Aznar, los camarógrafos salen del letargo y el expresidente comienza a leer sus papeles. Aznar empieza a escupir titulares y a atacar cabos pasado-presente. Centra su speech en la República, «uno de los periodos más sombríos de la historia de España», tan oscuro que se aprobó el derecho a votar de las mujeres y se generalizó el acceso a la educación elemental. «Algunos creían que la República era suya, suya y de sus amigos», dice, no sobre sus ocho años de gobierno, sino sobre los que se sucedieron durante aquel periodo democrático. «Desde su fundación, la Segunda República estaba basada en la exclusión», afirma en tono serio, sin entrar en detalle.
La hora de Aznar
Aznar compara el golpe de octubre de 1934 por parte de partidos de izquierda y nacionalistas con el referéndum simbólico del 1 de octubre en Cataluña. «Está pasando exactamente lo mismo hoy que en 1934», asegura el expresidente en referencia a la huelga revolucionaria que entonces casi paralizó el país. Acto seguido, Aznar suelta una retahíla en defensa de la Transición y de los «valientes compatriotas» -en masculino- que la lideraron. Aznar, en cuyo gobierno se sentaron las bases del desacalabro económico que aún hoy resuena, derrocha apatía al asegurar que no entiende «que se pongan en cuestión los pilares del éxito histórico de la transición (…) que sean los nietos de aquellos que no vivieron ni la guerra ni la posguerra, quienes propongan el retorno de la vuelta a aquella exclusión y falta de convivencia pacífica en España».
España no va bien. Necesitamos «consenso entre élites sobre una agenda de país», dice Aznar. Estamos «en tiempos de secesión», advierte. Enumera indicadores poco desinteresados de Financial Times y The Times sobre la supuesta calidad democrática de España, pero no dice que él es consejero y asalariado de News Corporation, la multinacional que controla esos dos diarios (y muchos más: Fox News, The Wall Street Journal, The Sun…). Aznar, que no conoce la autocrítica, pone en duda la reforma de la Ley de Memoria Histórica que pretende sacar a Franco del Valle de los Caídos -«un disparate»- y presume de que cómo en su gobierno «se aprobaron grandes medidas de reparación a las víctimas del régimen de Franco», olvidando las generosas subvenciones que concedió a la Fundación Francisco Franco.
Las nuevas generaciones son desagradecidas porque critican «una de las mejores horas de la nación española», en alusión a la Transición, «hecha para que las generaciones siguientes no tuvieran que hacerla ellas mismas». Se equivoca la juventud, porque «el recuerdo del pasado ha roto nuestras posibilidades de futuro». Al terminar, el público de adeptos le regala 54 segundos de aplausos, el doble que a Cañellas y su libro, supuestos protagonistas del evento. No hay turno de preguntas, ni para el público, ni para los profesionales de la información.
La veintena de periodistas y camarógrafos corren a la entrada para esperar al expresidente, que sale con su esposa sin prestarse al «canutazo». En ese intervalo, una asistente de buena apariencia explica que le ha gustado mucho escuchar al expresidente, pero que no comparte sus buenas palabras hacia la Transición porque, opina, «esa fue la semilla de la ruptura de España».
Aznar ha conseguido su propósito: como quien no quiere la cosa, se ha asegurado varios titulares sin exponerse lo más mínimo a preguntas indiscretas («¿Ha escuchado las grabaciones de Villarejo?», lanza una compañera al aire, en vano). Ni un gesto de indignación por parte de los periodistas. A este medio le habría gustado formular al menos una pregunta:
-Usted habla de los riesgos de «reabrir heridas» y mirar al pasado. ¿Qué le diría a esas personas que quieren dar un entierro digno a sus familiares, víctimas del franquismo, y no pueden?