El novillo sobre la arena, espuma en la boca, miedo en los ojos. Mueve los cuartos traseros en un intento desesperado, inútil, por escapar de la muerte. La plaza, un coso de tercera, brama. El torero, derrotado, incapaz, sabe que ha sido condenado en su primer intento. La policía le espera para ajustar cuentas tras la barrera. Él aún no lo sabe y, aunque así fuera, no tendría ya fuerzas para escapar.
La escena corresponde al final de Los golfos (1959), el primer largometraje de Carlos Saura, una historia sobre un grupo de jóvenes que, en el Madrid que aún cicatriza tras la guerra, se buscan la vida perpetrando fechorías de tercera. El atraco a una ciega, el golpe a un taxista, la cartera que vuela en la boite.
Uno de los componentes de la banda -acaso una pandilla- tiene unas ciertas actitudes para el toreo, un espectáculo que en la época aún manda sobre el fútbol, incluso en los sueldos de sus estrellas. Los chavales del arrabal lo ven claro. Han de ayudar a su amigo a reunir el dinero que le permita tomar la alternativa, un poco por amistad y otro tanto por interés. Una cuadrilla da de comer a unos cuantos.
La película, rodada con una escasez alarmante de medios, suple sus carencias técnicas con una veracidad arrolladora. Ya lo advierten los títulos de crédito: todos los escenarios de la película son reales. Mientras que el cine oficial del régimen firmaba comedias simpáticas situadas en los mejores barrios de la capital, Los golfos se sitúa en una periferia de chamizos, descampados y arena.
Una de los detalles más inquietantes para el espectador atento es como el mundo se cuela en esa zona de márgenes. Los protagonistas llevan cortes de pelo que podrían lucir unos adolescentes teddy boys ingleses o unos greasers norteamericanos. Ser pobre te impide acceder al mundo pautado, no desconocerlo. Es inevitable pensar en esos africanos actuales que se juegan la vida en el Mediterráneo llevando la camiseta del Madrid o el Barça.
Ese mundo, que en aquellos años se detenía en las fronteras de la España una, grande y libre, también afectaba a los cineastas. Resulta extraño ver algunas escenas que podrían ser parte del metraje de Banda aparte o Los 400 golpes, películas coetáneas o futuras a la obra de Saura. Qué hubiera sido de nuestro cine si se hubiera podido expresar con libertad y medios. Lo mismo vale para el país.
Los golfos es un neorrealismo de deriva, porque si en el género italiano se intuía siempre el cambio que estaba por llegar, en el intento español sólo hay derrota y tradición. Las caras en contrapicado del público taurino, reclamando hostil la suerte de la estocada que no llega, podrían haber sido firmadas por el Goya de los grabados ajenos a la corte o por el Gutiérrez-Solana de los carnavales grotescos.
En Los golfos no hay una mirada paternalista o fascinada por el lumpen castizo, sino una muestra de cómo los jóvenes que podrían salir de las páginas de La piqueta eran el ejemplo de ese país doblemente derrotado: primero condenado a la subsistencia y luego al olvido de las raíces recientes. En los protagonistas de la cinta de Saura ya no se adivina, por un sólo minuto, la ascendencia miliciana y revolucionaria. Esa tradición yacía en una cuneta. Olvidada entonces, olvidada ahora.
Las mujeres en esta historia ocupan el papel que se les deparaba en la época: el de comparsa, el de objeto de deseo, el de futura y codiciada madre. Sin embargo, alguno de los personajes femeninos, fuera de los convencionalismos del momento debido a su marginación, se muestra levantisca y orgullosa. Cuando no hay nada que perder no hace falta jugar con las reglas impuestas.
La España de Los golfos hace décadas que dejó de existir. En la propia película ya se intuyen, en el horizonte, las grúas del desarrollismo. Hoy, esta filmación, vista por adolescentes de la misma edad de los protagonistas, sería un extraño ejercicio de arqueología, una puerta a nuestra historia más reciente, esa que por no tener no tiene ni el dramatismo de la guerra o el exilio.
El problema es que si esa España ya no existe a nivel formal, sepultada definitivamente debajo de aquello que Aznar gustaba de llamar la séptima economía del mundo, los personajes de Los golfos siguen existiendo. Hay toda una generación que pasó su adolescencia, y más tarde a su primera juventud, bajo el manto de la crisis. Chicos y chicas que no han conocido más que una escasez moral maquillada con smartphones y redes sociales.
El empobrecimiento de horizontes nos pasará factura, como país, más temprano que tarde, con un estrato al que se le debe una reparación, un futuro. Hay una sociedad que nunca aparece en la tele, ni en las encuestas, ni en los discursos. Miles de personas, tan ciudadanos como el primero de los hombres ilustres -si es que queda alguno-, a los que les queda tan solo el trap como nihilismo ausente de sí mismo. Mejor descreídos que enfadados, piensa alguien que se sienta en un despacho de la Castellana.
Mientras, otros golfos, los de máster breve en Aravaca, juegan al incendio como niños eufóricos a los que su papel les queda grande, intentando poner en contra de los últimos a los penúltimos. Queda épico decir que la historia les pasará factura, como si a cargo del devenir hubiera un juez sabio e inapelable. No es cierto. La historia hace justicia cuando hay más partisanos que camisas negras, cuando el Bella ciao ahoga los gritos del imbécil arrogante de mandíbula ancha.
Hacen falta películas que retraten lo que es vivir en la España de hoy sin más calendario que el que se establece en el banco del parque, ese lugar al que van a parar los que quedaron fuera de las profesiones con nombre anglosajón. Pero también filmar a los que nunca tuvieron que huir, a los que nunca conocieron la palabra incertidumbre y escasez. A los que, a pesar de su escarapela de elegidos, no dudaron en trampear primero su carrera y luego su humanidad.