Si dejamos al margen las grandes cuestiones sociales, tenemos un serio problema cuando las canciones de Bowie se utilizan para vender coches, tostadoras o productos bancarios. Problema no ya porque su música sirva para un fin diferente del que fue pensada -resulta tristemente pueril y desfasado pensar que el rock permanezca inmune a la publicidad- sino porque, precisamente, cualquier obra artística puede ser utilizada con cualquier objetivo ajeno.
Bowie, que dio sus primeros pasos como un desenfadado mod silabeando r&b y terminó sus días convertido en un profeta que nos hablaba desde el otro lado, pasó por al menos una decena de etapas que incluso requerían de un personaje, como un medium que se utilizaba a sí mismo para encauzar sus fantasmas. Bowie fue una metamorfosis impulsada por el talento, por la huida, por el descubrimiento, no había gratuidad en sus cambios. Su representación, con objetivo, pretendía que la vida de la gente común se volviera sublime por dos minutos y medio.
Los cambios nos atraen porque suceden muchas menos veces de las que nos pensamos: sabemos que aunque nombremos así a algunos acontecimientos, solo unos pocos son una verdadera transformación entre lo que era y lo que tendrá que ser. A nivel personal reconocemos el cambio porque en su trayecto, mientras que atravesamos el túnel, todo se vuelve confuso, inasible y turbador. El estómago duele, el espíritu pesa y el sueño se vuelve quebradizo. No siempre lo que nos espera en el otro extremo es mejor que lo que abandonamos. La luz nos cegará siempre en los primeros instantes.
España, al parecer, está cambiando, de la manera al menos en que las starlettes cambian de vestido cuando el ilusionista agita la varita sobre la caja en la que permanecen encerradas. Hace algo menos de un mes escribía por aquí que la actualidad, que parecía inmutable, era como uno de esos refugios situados a la mitad de una película de zombies, donde los protagonistas se cobijan teniendo claro lo insostenible de su situación. Parece que como era previsible los no muertos han tirado la puerta y han dejado nuestro panorama hecho un cisco.
El Partido Popular se ha estrellado, más que con la judicatura, con su propio papel de principal lubricante de la economía española: la corrupción. Ha perdido el gobierno mediante una moción de la que se nos dijo, por sus ganadores, que era aritméticamente imposible. Mientras que el impertérrito Rajoy, ese personaje taciturno de taberna de western que esquivaba sin moverse los botellazos en medio de la pelea, ha quedado calcinado, el Apolo de Tetúan, dado por muerto varias veces, se ha caído en la Moncloa. El PSOE y Sánchez vuelven a escena: es lo que tienen las viejas coristas, que parece que nunca encontrarán número hasta que, al final, acaban de nuevo enseñando las piernas en el escenario. Ferraz nunca fue Sunset Bulevar. Las ausencias de estos últimos meses no fueron casuales. Que se quemen otros.
Todo parece cambiar y hasta los accionistas de El País se han dado cuenta colocando a Soledad Gallego-Díaz al frente del periódico. El cambio, otro, ha sido celebrado por la irrupción de una mujer en la dirección, por la ansiedad de poner punto final a esa deriva a lo Ian Fleming de la anterior jefatura y por, nos tememos, reconciliarse con esa amable seguridad que el olor de la tinta impresa daba los domingos por la mañana. La añoranza, cabe recordar, no es cambio, sino tristeza por volver a donde nunca se podrá regresar.
Cómo no alegrarse de que, al menos por higiene democrática, el PP haya perdido el gobierno. Cómo no celebrar que un astronauta sea ministro. Hasta en Unidos Podemos se han apresurado a ser partícipes del aplauso, un poco por la necesidad de salir en la foto, un poco por creerse sus propias seducciones. La izquierda, o más bien el espacio progresista, está siempre falto de buenas noticias y celebra, como los segundos equipos de fútbol de una ciudad, más la derrota de sus vecinos ricos que sus propias y escasas victorias. Hay una necesidad, más que política de ánimo e imagen, por situar antes el optimismo de la escasez que el pesimismo de la realidad.
La cuestión es que quien les escribe no está sometido, por suerte para él, a ninguna necesidad motivacional partidista, sino más bien a una cartográfica: dibujar los mapas de la batalla mientras que esta se produce.
El caso es que negar que el escenario institucional del país ha cambiado es tan atrevido como no querer ver que ese cambio tiene mucho más de escenografía e ilusionismo que de profundidad. Es cierto que cualquier movimiento de sillas es ocasión propicia para también cambiar la disposición de las mismas, como cierto que a menudo tan solo se cambia a sus ocupantes. Y ni siquiera por voluntad propia.
El proyecto para construir una España tendente hacia el autoritarismo sigue ahí, tan fuerte como en los peores momentos de la crisis catalana. Una parte del régimen, no solo político, sino de todo el entramado económico, comunicacional, religioso y castrense sigue empeñado en que la única forma de ahorrarse sustos innecesarios, como calles llenas con ganas de jacquerie, es ir hacia un modelo turco de ultranacionalismo centralista y sistema represivo duro tamizado por las abundantes y coloristas baratijas de nuestra sociedad posindustrial. El fin último es laminar a la izquierda y el sindicalismo, dejando una mascota para contentar a los cuatro que aún se atrevan a disentir.
Lo que no implica que otra parte de ese régimen, más inteligente pero con las mismas intenciones, haya sabido ver que la cosa estaba yendo demasiado lejos y que, de momento, la fuerza social de la izquierda ya llevaba suficiente miedo en el cuerpo con las demostraciones de fuerza del otoño rojigualdo. El objetivo es el mismo, reducir la disensión a los límites tolerables de los años noventa y dos mil, pero con unas maneras mucho más amables: quién diablos necesita mártires cuando puede engendrar corderitos complacidos.
Desde el uso interesado de las aspiraciones feministas hasta la recuperación de aquello llamado talante, desde el más que probable entendimiento con Cataluña hasta la retirada de las leyes más déspotas del PP, desde la santificación de Pedro Sánchez hasta el uso indiscriminado de legislación simbólica, todo tiene el mismo aroma de satisfacer a una mayoría social que no parece haber aprendido absolutamente nada de nuestros años de porra y escasez. La culpa no es del cándido, sino del que pudiendo lanzar el cubo de agua fría lo deja de hacer por tacticismo paternalista.
Que Aznar deje ver su silueta por el horizonte acaudillando a Rivera ya a cara descubierta no es parte del guion, sino de los hispano-erdoganistas que salivan con el lema “una, grande y neoliberal”. Su presencia es siempre una buena noticia: nadie con tanto odio puede soportar ningún intento de maquillaje. Lo que no implica que, esta vez, la favorecida no sea solo esa izquierda breve a la que aún le late lo destituyente, sino también los del ilusionismo espectacular. Atentos por cierto a las resituaciones -políticas, periodísticas, espirituales- que van a ser de bochorno y medio. Del “sí se puede” al “ya puedo yo solo”.
De Bowie dijimos que pretendía que la vida de la gente corriente pasara a ser sublime por dos minutos y medio. Era mentira, aún consiguiéndolo. Eso es lo que quisimos creer, lo que reinterpretamos por agradecimiento a tantas buenas canciones, por olvidar la etapa de leche, cocaína y coqueteos estéticos con el fascismo. Los discos siempre dejaban de girar, las luces se encendían y todo seguía como siempre: la estrella a su mansión en limusina y el público a su choza en metro.
Los cambios no requieren de ilusión, requieren de dolor. Por feo que esté decirlo alguien tenía que recordarlo.