“Tienes las tetas caídas, ¿a que sí?”. En ese momento deseé tenerlas realmente caídas, tenerlas tan caídas que me llegasen al suelo; poder sacudirlas, incluso, con mis rodillas, como hacen los futbolistas cuando dan golpecitos de balón; deseé que mis tetas fuesen dos nunchakus agitados por una maestra –yo– de las artes marciales.
La pregunta me la hizo el monitor del turno de mañana de la zona de máquinas de mi gimnasio. Porque él, por supuesto, entiende qué es tener una 85 E y quiso hacerme un tetasplaining. Le respondí que quizá sí, que no me he hecho la prueba del lápiz pero que probablemente a mí se me aguantaría la caja entera de rotuladores bajo el pecho. “Yo me entrego al dios del fitness”, dije desesperada. “Seguramente sea genético, no hay nada que hacer”, me dijo. Ahí entendí que un gimnasio a veces es un lugar hostil para las mujeres.
Me dirigí a la elíptica, como cada día, dispuesta a pasar del nivel tres al cuatro. Días antes, el monitor de tarde me había dicho que debía darme más caña si quería que mi culo recuperase su sitio. Para mostrarme que se parecía más a un flan que a la idea platónica de culo, me tocó uno de los cachetes y lo tambaleó. “¿Ves?”. Aquello se movió como si no perteneciese a mi cuerpo. Me he fijado en si el monitor también toca los glúteos de los fornidos machos que hacen pesas. Nada de nada. “Qué curioso”, pensé. “Debe de ser que a ellos no se les cae el culo. ¿Qué extraña magia negra habrá detrás? ¿El patriarcado? No, tía, no exageres”. Todos estos pensamientos flotaban en mi cabeza cuando un hombre puso su botella de tres litros –sí, tres litros– de batido vitamínico en mi sitio. Sacó una hoja, la desdobló y la miró. “Vale, ahora toca este ejercicio”, se dijo a sí mismo. Junto a mi elíptica estaba su máquina, que no sé cómo se llama pero consiste en empujar una barra de hierro con los hombros mientras haces sonidos de parturienta. Lo de los vestigios guturales prehistóricos debe de ser un requisito para que la máquina funcione porque todos los hombres que la usan los hacen. Las mujeres, no. Pienso que no es solo una ocupación del espacio físico, sino también del sonoro. No me molestan especialmente sus ruidos, aunque a veces me jode un poco que sus gemidos histriónicos se eleven por encima de la canción que suena en mi mp3. Con el reggaeton, como con el arte, necesito concentración.
Le pregunté por qué ponía ahí su botella, encima de mi sudadera, en mi elíptica. La botella parecía mía y eso me inquietaba mucho porque el color amarillo oscuro me recordaba a una vez que mi gata se hizo pis de los nervios y el líquido era igual. “¿No puedo ponerla ahí o qué?”, me respondió. Entonces lo vi. El líquido amarillo ya no me inquietaba tanto como la camiseta del maromo en cuestión: “FBI: Female Body Inspector” (Inspector de Cuerpos Femeninos). “No hay más preguntas, señoría”, pensé.
Seguí pedaleando en la elíptica, fijándome en las calorías quemadas: “Doscientas. ¿Con esto ya puedo comerme una pizza sin sentirme culpable?”. Oí gritos. Me quité los cascos con gesto enfadado, dispuesta a pedir que por favor bajaran el volumen para poder escuchar atentamente Lo malo, de Aitana War por vigésima vez. Vi que el monitor abroncaba a un chico menudo por haber dejado tiradas unas cuerdas con las que acababa de hacer un ejercicio. “Si las usas, las colocas en su sitio”. El tipo disparaba improperios: “¿Tú eres gilipollas? ¿Me estás buscando? No sé dónde va la puta cuerda”. “Cállate o la tendremos, ¿me estás buscando tú a mí? Mira que los dos nos ponemos muy nerviosos”, le respondió el monitor. Así estuvieron un rato hasta que entró un tercero a intentar calmarlos. Parecía que en cualquier momento el portero de la discoteca les fuese a decir: “En mi bar, bulla no, ¿vale?”. Tras el numerito, el monitor sacó su tupper y mientras comía la ensalada dijo: “Estoy intentando ser vegano, pero es muy difícil”. A su lado, uno que hacía pesas se rió: “Mira, te voy a llevar a comer un buen filete y se te quita la tontería”. La caverna de Platón era esto. “Bueno, lo que llevo mal es lo del queso. Me gusta mucho, aunque he leído que es cancerígeno”, dijo. Ahí me salió la fact checkerque llevo dentro: “Yo creo que no hay base científica para eso, si quieres te busco estudios a ver, seguro que no es tan así como has leído, en serio”. El de las pesas volvió a reírse: “No solo no es cancerígeno, ¡es que es anticancerígeno, que lo sé yo!”.
Vi que la máquina de aductores estaba libre. Los aductores, para quienes -como yo- ignoran sus músculos, está más o menos por la famosa zona de “me rozan los muslos”. Un tipo se me acercó: “Perdona, la estaba usando yo. Es que estoy haciendo una serie con cuatro máquinas a la vez y voy alternando”. ¡Cuatro! “¿Entonces no puedo usar ninguna de las cuatro hasta que tú acabes tu serie?”, pregunté. “Exacto”, respondió. Los privilegios masculinos no son un concepto abstracto, en la vida real –y no en el pensamiento teórico– casi se podrían cartografiar como si fuese una zona geográfica en sí misma. “Cuando termine puedes usarla”, sentencié. Mi frase tenía demasiado peso incluso para mí misma. El tipo apoyó un codo en el respaldo de la máquina, yo seguía dale que te pego al aductor mientras él me miraba sin decir nada. Su acto venía a decir: “Efectivamente, no puedo exigirte que te levantes de ahí, pero me voy a quedar aquí bien pegadito para incomodarte”. Violencia simbólica, la suya. Orgullo el mío de saber que unos años atrás me habría levantado sin rechistar e incluso habría pedido perdón. Pa’ mala yo.