Hace bastantes años estuve en una manifestación convocada por movimientos antiglobalización en Roma. La mayoría de los presentes caminaba (hombres y mujeres jóvenes, hombres y mujeres mayores, niños) por una ancha avenida, despacio, confiados, muchos hablando de sus cosas, ni siquiera de temas políticos. La policía flanqueaba la marcha, no sé ya si atentos, tensos, o distendidos. Un grupo de jóvenes, vestidos de negro, enmascarados con verdugos, portaba delante de sí un cojín hinchable, alargado, de dos o tres metros, y con él empezaron a empujar a los policías que se encontraban junto al paseo. Acudieron más policías. Los jóvenes querían romper la línea policial, salirse de la masa, y, supongo, provocar a los policías. De pronto, ni siquiera oí la orden, varias decenas de policías rodearon no solo a los jóvenes sino a todos los que estaban a su alrededor, quizá un centenar de personas. Yo quedé fuera de la bolsa por un par de metros. Y entonces vi a los policías golpear indiscriminadamente con porras y escudos a todo el que tenían a mano, independientemente de si pertenecían al grupo agresivo o no. Parecía que su objetivo era más intimidar a todos que detener a quienes les agredían.
Hemos visto situaciones similares en España durante la serie de protestas desencadenadas el 15M, que ni siquiera se justifican con el desorden o la tensión de los enfrentamientos. Hemos visto a un policía –los vídeos están en Youtube- acercarse a una joven sentada en un escalón y emprenderla a porrazos con ella; hemos visto a otro policía golpear a una anciana; hemos visto violencia indiscriminada por parte de funcionarios que se supone que están allí para protegernos.
Hace un tiempo mi compañera regresó a casa llorando. Había visto en nuestro barrio cómo dos policías perseguían a un mantero muy joven, lo acorralaban y le golpeaban con violencia innecesaria; el joven estaba aterrado, sangraba por la boca, no intentaba agredir a los policías, intentaba escaparse a gatas. Llegó un furgón de policía del que se bajaron otros 20 o 30, que la emprendieron a empujones con los que estaban alrededor de la escena pidiendo que dejasen de golpear al chaval. Iros a vuestra puta casa, ordenó uno de los policías. «A vuestra puta casa». Esa rabia, ese desprecio hacia los ciudadanos.
Sigo con los recuerdos: durante un encuentro de escritores, un intelectual que se declara, medio en broma medio en serio, estalinista, afirmó que en todo Estado es necesaria la coerción, es inevitable. Y yo pensé que, estando de acuerdo con él, no tenía claro si hablábamos de lo mismo, porque a menudo cuando oigo hablar de coerción pienso en represión. ¿Cuándo se convierte la una en la otra? Ya entonces llegué a una respuesta: la coerción se vuelve represión cuando las autoridades y sus servidores comienzan a entender la disidencia como amenaza y por tanto dejan de proteger a todos los ciudadanos y establecen dos categorías: los ciudadanos decentes y aquellos a los que hay que eliminar o amedrentar. Ciudadanos que importan y ciudadanos que no importan, cuyo dolor se vuelve indiferente para las autoridades.
Es lo propio de las dictaduras de todo signo. También estuve en alguna manifestación de finales del franquismo e inicios de la Transición en la que estaba claro que la presunción de inocencia era ridícula para la policía. Llegaban golpeando, insultando, deteniendo a quien se encontraba en una manifestación. Porque los ciudadanos decentes estaban en casa; si te encontrabas en la calle eras culpable. En los países del Este no era diferente.
La noche del jueves, en Lavapiés (Madrid), ha habido incidentes tras la muerte de un mantero. Han ardido unos pocos contenedores, ha habido protestas, insultos. La policía debía estar allí para contener la posible violencia y proteger a los ciudadanos, también a los mismos manifestantes. Veo en un vídeo una plaza ya casi desierta –creo que es la Plaza Nelson Mandela–, un africano está de pie agarrado a un farol. Llega la policía, le dan órdenes, supongo que de que se marche. Han estado disparando balas de goma para dispersar a los manifestantes. El hombre no parece reaccionar. Sigue allí agarrado, como si todo eso no fuese con él. Un policía se le acerca y comienza a darle porrazos hasta que el hombre se desploma y queda tendido en el suelo. No era una amenaza ni para la policía ni para otros ciudadanos. Sencillamente, estaba allí y no obedeció una orden.
Es evidente que en cualquier fuerza policial habrá quien haga un uso indebido de la fuerza. Como en cualquier lugar, hay sádicos, hay fascistas, hay gente llena de odio. Es inevitable, en la policía, en el ejército, en la empresa, hasta en las ONG. Y eso no convierte un país en una dictadura. Cuando empieza a acercarse a ella es cuando los mandos protegen al que atenta contra los derechos de los ciudadanos, cuando condona esos comportamientos delictivos. Cuando un alto mando miente para justificar, por ejemplo, que se hayan disparado balas de goma a inmigrantes que se encontraban en el agua, con el resultado de la muerte de alguno de ellos. Cuando el ministro del Interior miente para proteger a ese mando. Cuando se descubre la mentira y nadie dimite, cuando incluso se premia a quienes han favorecido el uso de la violencia injustificada en sus filas.
No estoy diciendo que vivamos en una dictadura; llegué a vivir en una y sé que hay diferencias fundamentales. Pero sí se están dando pasos para que nuestro país se aleje de la democracia: el primero y más importante, considerar que los ciudadanos que protestan son el enemigo a abatir, individuos despreciables. Recortar la libertad de expresión es un síntoma inicial. Dar carta blanca a la violencia policial sin cuestionarla nunca va de la mano con él. Por supuesto es mucho más fácil lanzar una acción contra todo el que protesta, golpear a diestro y siniestro, que intentar contener los daños, proteger a todos, protesten o no, neutralizar la violencia sin violencia excesiva, respetando el derecho a la disensión activa. Pero esto es precisamente lo que hace de las fuerzas policiales fuerzas democráticas, al servicio de todos. No sé si en España hemos estado alguna vez en esa situación. Lo que tengo claro es que nos estamos alejando de ella.