¿Qué ocurre cuando la violencia es la única forma de relación con la realidad que uno conoce, cuando la vida es una continua lección de crueldad y maltrato, cuando no se entiende otra moral que la del daño? ¿Qué ocurre cuando vivir significa matar, cuando la disyuntiva no se plantea entre vida o muerte, sino entre la muerte propia y la ajena? En situaciones de extrema violencia, ¿quién se salva de convertirse en verdugo salvo los que no sobreviven?
Me surgen estas preguntas al leer Las tierras arrasadas (Literatura Random House), del autor mexicano Emiliano Monge, una novela desgarradora sobre los secuestros de migrantes centroamericanos que emprenden El viaje al Norte: el cruce a través de México para llegar a los Estados Unidos. Este viaje tiene ya una historia de décadas y comenzó en los 80 a consecuencia de las guerras en Nicaragua, El Salvador y Guatemala. En los 80 y 90 se calcula que cruzaron México unos dos millones de personas con Estados Unidos como destino final. Al principio el tránsito era fluido, pero poco a poco se empezaron a organizar mafias controladas por los propios agentes de aduanas y policías federales, así como grupos de «coyotes» que facilitaban el tráfico tanto en la frontera guatemalteca como estadounidense. Pero en los últimos años (aproximadamente desde 2006) el coyote tradicional ha sido desplazado por los cárteles de la droga, que han añadido al tráfico de drogas el de personas. El objetivo es el robo, la extorsión, la venta para esclavitud sexual y el trabajo forzado, el pago de rescates por parte de familiares, o el reclutamiento forzoso en la red criminal. La dimensión del horror y del sufrimiento por el que pasan estas personas es difícil de imaginar, pero en Las tierras arrasadas Monge nos acerca a él sin caer en la espectacularización de la violencia o en su banalización, tampoco en el melodrama ni en la simplificación de la concepción del mal, a pesar de su presentación descarnada.
La novela gira en torno a Epitafio y Estela, amantes y líderes del grupo de secuestradores. Les acompañamos durante apenas unas horas de sus existencias, las suficientes como para asistir a un secuestro de unos setenta migrantes y su desenlace. La selva, la sierra, el claro, la cañada constituyen las geografías de la muerte y la brutalidad, a las que se suman un hospicio llamado El Paraíso y un «deshuesadero» de coches y de seres humanos llamado El Infierno. Las tierras arrasadas los son por la violencia de la naturaleza (plagas de tábanos y langostas, aves que acechan, perros voraces que comen carne humana, una selva inquietante, una sierra escarpada y abrupta, un sol destructivo) y los hombres que la pueblan (Epitafio, Estela, Sepelio, Nicho, Mausoleo). En este mundo se condensa la capacidad para ejercer el mal más radical, aunque también (y este es uno de los grandes aciertos de la novela) hay lugar para el amor, la solidaridad y la ternura, incluso entre los personajes más crueles.
Para representar este mundo brutal Monge crea un universo lingüístico propio que consiste en nombrar a los personajes a través del proceso que están sufriendo. El nombre establece la identidad de los personajes, con lo que la pérdida de nombre es la forma en la que se les va aniquilando. Así, los migrantes secuestrados se convertirán en los «que vinieron de otras tierras arrasadas», «los sinDios», «el sinalma» o «las sincuerpo», el último estadio de la destrucción después de ser «Elquetieneaúnunnombre» o «Laquetieneaúnsusombra». Por su parte, los integrantes de la banda de secuestradores tienen nombre de muerte desde su niñez. Son hombres y mujeres acogidos en el hospicio El Paraíso, que regenta el padre Nicho y donde aprenden todas las formas de la brutalidad que, asimismo, después ejercerán sobre otros más vulnerables. Bautizan con nuevos nombres de muerte a aquellos secuestrados que eligen no vender o asesinar, como Mausoleo, un ex-boxeador que, a pesar de reparos morales iniciales, muy pronto entiende el juego de la supervivencia: matar o morir. Esta peculiar y sugerente manera de nombrar va acompañada de un discurso narrativo hipnótico, en el que se mezcla la oralidad con una sintaxis compleja y propia, en la que la lectora se introduce al principio con extrañeza, pronto con creciente interés y curiosidad. La voz narrativa se interrumpe con breves extractos de testimonios de migrantes centroamericanos que han pasado por experiencias de secuestro, así como de versos de la Divina Comedia. La combinación del testimonio (memoria del sufrimiento) con los versos de Dante (imaginación del horror), añaden otra capa narrativa que lo envuelve todo en una atmósfera ominosa.
Así, nos adentramos en un doble proceso: por un lado la deshumanización al que los secuestradores someten a sus víctimas (vejaciones, violaciones, torturas, ejecuciones ejemplarizantes y la violencia sobre el cuerpo con el fin de borrar la memoria de quiénes son); por otro lado, la historia de amor entre Epitafio y Estela, que dota a los personajes de una complejidad afectiva que hace evaluar los propios prejuicios sobre la representación del mal. Y eso es, como decía, uno de los aciertos de la novela. Los asesinos y torturadores no son personajes malvados arquetípicos, sino seres complejos, también capaces de ternura y de amor, a pesar de haber sido educados y manipulados afectivamente para que no lo sientan. El amor entre Estela y Epitafio es intenso y sacrificado, un amor fiel desde la niñez, en el que hay cabida para la esperanza y que incluso les impulsa a desear una vida diferente, lejos de El Paraíso y de El Infierno. Pero es ese amor, precisamente, el que los debilita. En la tierra de la muerte, el amor no es posible.
La lectura de Las tierras arrasadas afecta profundamente porque entendemos que la realidad a la que nos transporta existe en un grado de horror inimaginable, ni siquiera para la inteligencia literaria de Monge. Nos plantea preguntas sobre la inevitabilidad del mal y la crueldad cuando creamos mundos en los que la violencia es la única forma de supervivencia. Y, como las grandes novelas, La tierras arrasadas sigue resonando. Resuenan sus fantasmas sin nombre, el viento en la sierra, el silencio de Estela.