El pobre don Fernando Planchadell, cabeza de una familia de turroneros de Xixona, sufre un infarto a las puertas de su fábrica, delante de sus hijos y empleados, cuando ve la nueva imagen corporativa de su empresa. Resulta que en vez de aparecer ellos, los Planchadell y Calabuig, los de verdad, salen unos figurantes ocupando su puesto. Sonrientes, más guapos y acordes a la nueva época, pero indudablemente unos impostores. La historia, que es el final de una película de Berlanga y Azcona, retrata esa España de finales de los años 80 donde el país, ansioso de modernidad, cayó en las garras de todo tipo de charlatanes que nos enseñaron que la impostura no era tan mala siempre que hubiera dinero tras ella. Fernando Fernán Gómez, que interpreta al desafortunado protagonista, se pasa media cinta repitiendo que él no puede participar en tales engaños, a pesar de que un delirante José Luis López Vázquez, con coletilla de yuppie, le intente convencer de que la farsa es el signo de los tiempos.
Puede que sea por el agitado momento, pero llevo unos días en los que todo lo pautado, hasta lo más insignificante, me parece una estafa cada vez más difícil de digerir. No es que me haya vuelto una bestia iconoclasta que va destrozando los convencionalismos más cotidianos a su paso, no es eso. Conservo aún mis buenas maneras y mi urbanidad. Salgo peinado a la calle porque entiendo que, pese a que sería la misma persona y mi actitud de descuido capilar no dañaría a nadie, existen una serie de mecanismos culturales que nos ayudan a reconocernos como miembros confiables de una sociedad. Estas pequeñas cesiones a lo arbitrario hacen que las cosas funcionen razonablemente bien entre desconocidos y, además, nos evitan tener que ver a nuestro jefe desnudo mientras nos explica el futuro en un power point. Ya es algo, oigan.
Mi desasosiego viene porque en este país seguimos utilizando para nuestra vida política las mismas fórmulas de los últimos 40 años, como si aquí nunca hubiera llovido. Unas conveniencias que siempre tuvieron el mismo objetivo, el de ensombrecer los intereses de los que mandan y hacerlos pasar por elevados sentimientos de Estado, y que, a pesar de cumplir sus objetivos durante décadas, llevan ya oxidadas tiempo. Algo así como aquellas atracciones que de niños nos provocaban espanto o fascinación y que un día, tras sacar el ticket y montar en ellas, ya solo nos daban risa o aburrimiento. De repente algo había cambiado, la magia del engaño no surtía efecto y aquellos hombres lobo y dinosaurios no eran más que fantoches con peluca y torpes recreaciones prehistóricas. Lo interesante es que, al menos yo, callé mi súbita decepción, fingiendo disfrutar como los demás niños para no decepcionar a mis padres.
Cuando eso ocurre, sin embargo, la situación acaba siendo insostenible. Porque el asombro impostado ante aquel engaño tan torpe te acababa haciendo detestar la feria o, lo que es peor, sintiendo pena por ella. Sería arriesgado decir que toda mi generación tiene esta misma sensación ante nuestro panorama actual, pero lo que intuyo es que una gran parte de la misma, incluso aquella que no se manifiesta en la calle ni parece tener una actitud explícitamente política, no aguanta un sermón más de un espantajo al que se le han saltado todas las costuras. Y esto se sabe y se teme, de ahí que tuvieran que dar puerta al de la caza y las amantes, de ahí los Casado y los Rivera, de ahí los columnistas de aspecto bohemio y fondo de alcanfor.
A lo mejor, a alguno de estos monaguillos de lo acostumbrado les parece que hablar mal del 78 es una falta de respeto. Seguramente porque ninguno de ellos sabe qué es una oficina del paro, encadenar contratos temporales o cobrar sueldos de tres cifras. Porque ninguno ha tenido que plantearse su vida no como una elección de posibilidades sino como una ruleta de carencias. Porque ninguno ha sido tratado como un delincuente, con la rodilla en la espalda, por hacer una huelga o parar un desahucio. Porque ninguno, seguro, ha gritado a la tele bajo la mirada estupefacta de su gato. Lo peor es que el 78 fue eso que contaron a nuestros padres para que se olvidaran de nuestros abuelos con la promesa de una mejor vida para nosotros. Y al final —porque ya estamos cerca del final— se quedó el olvido pero volaron las oportunidades.
Para colmo, si todo esto no fuera suficiente, ahora les ha entrado el ardor guerrero. Como esos señores de mediana edad que con la inseguridad del gatillazo les da por afirmar su virilidad comprándose algo ridículamente grande. Daría risa imaginarlos con el mapa y las estrategias, embarcando unidades policiales en cruceros, hablando de leyes mientras que cuentan el dinero en B. Daría risa si no fueran quienes son, si no supiéramos de dónde vienen, si no resultara una situación tan preocupante. Y por ahí sí que no vamos a pasar. Por ese trágala de patria y patrón —aquí ni elegimos— que busca desesperadamente una excusa para hacerse inexcusable a costa de darnos un disgusto serio. La mascarada ya ha durado suficiente.
Porque lo que les asusta, realmente, no es el ruido de la corona al caer. Lo que les da pavor es que la regia cabeza, ausente de trono, se muestre tan prescindible como la de cualquiera. Y con la del monarca la suya, corte aventajada de menudencias.