Nicole Muchnik // No es ni agradable ni fácil, pero se justifica examinar la responsabilidad de la izquierda europea en la falta crucial de ideas y soluciones a los problemas planteados a la sociedad en crisis. Y en la falta de una buena percepción de las causas de esos problemas.
Es como si la izquierda viviera aún bajo la férula de las ideologías. Es cierto que ha sido más que entusiasmante poder aferrarse a una ideología durante décadas para intentar cambiar el mundo, pero algo parece haberse extraviado en el camino. El filósofo anticapitalista Jean-Claude Michéa objeta hasta el uso mismo de la palabra izquierda: “Inútilmente divisor cuando se trata de agrupar a las clases populares (…) El socialismo es, por definición, incompatible con la explotación capitalista. La izquierda, ay, no lo es.”
¿Cuánto tardaron los partidos y los sindicatos en tener en cuenta primero a los parados, después a los inmigrantes, luego a los sin papeles, los marginales, las personas con desventajas, las mujeres, los que no disponen de una vivienda digna y hoy, como para alargar la lista, los desahuciados? Todos a los que había que ofrecer un espacio político más allá de la rebelión. Hace ya mucho tiempo que estos grupos sociales se han debido contentar con los pocos recursos hallados aquí y allá para crear movimientos alternativos que se encargaran de buena parte de la protección de sus derechos.
Y ahora vemos a la extrema derecha tratando de ocupar el espacio dejado libre, capitalizando el sentimiento de opresión de las clases populares y menos populares y catalizando su descontento: el movimiento neonazi Amanecer Dorado en Grecia, movimiento “contra la inmigración masiva” en el Reino Unido, Geert Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia o el mil-millonario Frank Tronach en Austria, pero también en Hungría, Noruega o Suiza, sin hablar del muy ambiguo Beppe Grillo. Todos conocen una popularidad creciente.
Según la idea tradicionalmente admitida y expresada por Eric Hobsbawm siguiendo la estela de los historiadores post-marxistas, son las crisis económicas las que provocan en la Historia los levantamientos, y todo es “como si” eso siempre sucediera. Pero ciertos humanistas, como el hispanista John Elliot, tienden hoy a pensar que es la fuerte presión ejercida desde arriba, padecida como injusta, la que lleva a la inestabilidad. Todas esas expresiones populares se desarrollan aún sin verdaderas irrupciones de violencia, mientras que lo que viene de arriba -austeridad, empobrecimiento del más débil, enriquecimiento de los poderosos (nunca los mil-millonarios fueron tan numerosos en el mundo: 1.426 personas acumulan 5,4 billones de dólares), carencia democrática, aumento de las desigualdades y, como guinda, la corrupción impune en todos los niveles- constituye una violencia en estado puro. Hay quienes hablan ya de una Tercera Guerra Mundial, esta vez económica.
¿Por qué la izquierda no ha sabido reaccionar a tiempo? ¿Por qué no vio ni supo integrar las iniciativas de autogestión o de auto-organización social en los barrios, los centros de trabajo, las universidades, que reflejaban un cambio real de sociedad que comenzó poco después de la Segunda Guerra Mundial? Los partidos políticos cerrados en sí mismos, sometidos a una disciplina orgánica y de voto, petrificados en las elecciones internas y externas, entregados a profesionalizar la política y cada vez más técnicos, confunden ideas y eslóganes de marketing y parecen poco propensos a una reflexión global que abarque todos los problemas.
El intelectual británico fallecido en 2010 Tony Judt, quizá el historiador que más ha reflexionado sobre el siglo XX occidental, es más severo todavía: “La democracia de masa tiende a producir políticos mediocres (…) La política no es el lugar donde los que tienen un espíritu autónomo y una visión amplia se encuentran a gusto.” En todo caso, no es evidente que la izquierda deba recargarse de nuevos recursos en el tranquilizador y cómodo bazar de ideologías. “Todo nuestro pasado, incluso el reciente, es un hormigueo de errores e ilusiones; la ilusión de un progreso indefinido de la sociedad industrial, la de la imposibilidad de nuevas crisis económicas, la ilusión soviética y maoísta, y, hoy, la de una salida de la crisis por medio de la economía neoliberal, que es la que produjo esta crisis… Vemos como un imperativo político hacerlo todo por desarrollar conjuntamente lo que para las sensibilidades binarias se presenta como antagonista: la autonomía individual y la inserción comunitaria”, escribe Edgar Morin.
[Artículo publicado originalmente en El Mono Político]