En la pista de aterrizaje no encuentra ya su avión privado para su huida. Lo que ayer era fácil, hoy no lo es tanto. Pero todavía le quedan amigos que le ayuden. O eso cree.
A esa hora, apenas desencadenado el amanecer, la M-40 ya está paralizada. Una experiencia nueva, piensa: un atasco. Sin motoristas que abran paso y guardias que corten el tráfico por delante, el coche se incorpora lentamente a la caravana. En cada frenada queda emparejado con otro vehículo a su derecha, y desde detrás del cristal tintado ve rostros como no los ha visto nunca: ajenos a su presencia, rascándose la nariz, bostezando o maquillándose, sin expectación ni admiración, ni siquiera desprecio por aquél que está a medio metro y los observa, cruza con ellos la mirada cuando se giran para mirar un coche que llama la atención por sus cristales oscurecidos y por los otros dos coches negros que lo escoltan por delante y detrás.
–Si le molesta la radio puedo quitarla– propone el conductor, sus ojos en el retrovisor. No lo dice por el volumen, bajo, sino porque en la radio han empezado a hablar de él. Tan distraído está mirando al niño que en el coche de al lado saca la lengua contra el espejo de su ventanilla, que no se ha dado cuenta de que el locutor radiofónico lo nombra. Hace un gesto con la mano al chófer, déjalo, da igual, y vuelve al exterior.
Más allá, la ciudad va saliendo de la penumbra, el cielo todavía de un azul cobalto que hacia el Este ya destiñe. Debería sentir algo, nostalgia quizás, lo que se espera de alguien que se marcha, y la mirada compasiva en el retrovisor indica que el chófer también lo cree, pero no: ésta no es su ciudad, para echarla de menos tendría que haber vivido en ella, como la viven sus vecinos, nada que ver con ir de un punto a otro en comitiva y con calles cortadas, recorrer aceras recién barridas con acompañantes lisonjeros, estrechar manos anónimas con prevención.
Inaugurar una plaza no es vivir una plaza, y esa ha sido su forma de relacionarse con esta ciudad que ahora despide desde el coche. Las cuatro torres, por ejemplo, que ya devuelven un destello del primer sol: no recuerda bien cuál de ellas inauguró. No, así no hay manera de echar de menos una ciudad, piensa mientras fija los ojos en el retrovisor, obligando al conductor a bajar la mirada.
Anoche sí, cuando tras la cena (“la última cena”, dijo con un guiño al secretario, que sonrió como de costumbre) reunió al personal de la casa y quiso dirigirles unas palabras. Había rechazado el ofrecimiento del secretario de escribirle unas líneas, prefirió improvisar pero nada más arrancar se dio cuenta de que no tenía mucho que decir. Estaba fatigado, le costaba mantenerse de pie y llevaba dos semanas durmiendo a ráfagas, así que balbuceó unas palabras de agradecimiento, quiso nombrar a los presentes pero no recordó todos los nombres, y aunque pretendía un tono amistoso acabó cayendo en la grandilocuencia. Vio lágrimas en un par de mujeres; pensó si serían sinceras. En los demás encontró frialdad, la misma que congelaba la casa desde que la gran noticia estalló.
Los tres coches dejan la circunvalación y toman la autopista del aeropuerto. Ve un avión que despega sobre ellos, y se imagina a bordo, mirando por la ventanilla la ciudad, el país que queda abajo, pero tampoco le conmueve ese pensamiento: demasiado sentimental para su gusto. A cambio, piensa en la tortura de varias horas en un asiento de avión, su espalda para la que no hay ya analgésicos suficientes.
Actitud de disculpa
Rodean la T-4, deambulan entre naves en construcción y desmontes de tierra blanquecina, hasta que el primer coche se detiene ante la barrera de control del Pabellón de Estado, y los otros dos frenan tras él. Ve a través del parabrisas cómo el guardia sale de la garita y se inclina hacia la ventanilla del primer vehículo. Tras conversar unos segundos, el agente se retira y habla por su walkie. Regresa y dice algo que provoca que se abra la puerta y baje el secretario, que hace un gesto con la mano hacia él, hacia los cristales tintados de su coche: muestra la palma para pedir que espere, y lo acompaña de dos manos juntas en actitud de disculpa. El secretario camina tras el guardia hasta desaparecer en el interior del edificio.
Pasan los minutos, pocos según el reloj, demasiados según su espalda. Por fin regresa el secretario, con el teléfono en la oreja. Da unos pasos lentos para terminar la conversación, y toca con los nudillos en su ventana.
–Hay algún problema, señor. No han previsto avión oficial, he hablado con el ministro y dice que lo que ayer era fácil hoy es más complicado. Que si dependiera de él lo haría, pero que ha dejado de estar en su mano.
–¿Entonces? ¿Volvemos?– pregunta él, en susurro.
–No, no, imposible. El ministro me ha insistido en que tiene usted que salir esta mañana, que a lo largo del día se difundirán unas conversaciones telefónicas y todo será más difícil, no puede retener más tiempo su publicación– hace una pausa, se seca con dos dedos las comisuras de la boca y añade: “He reservado una plaza en un vuelo que sale para Zúrich en dos horas”.
–¿Un vuelo? ¿Qué tipo de vuelo?– pregunta él desde dentro del coche, pensando en asientos de avión reclinables.
–Un vuelo…comercial. Estoy llamando a algunas personas de confianza para que nos cedan un avión privado, pero no sé si lo conseguiremos antes de mediodía. Por si acaso, debería intentar coger ese avión.
–No lo veo claro. Prefiero volver y esperar. Todavía nos quedan amigos, hablaré yo personalmente con alguno de ellos.
El secretario vuelve a secarse las comisuras, un tic. Mira su teléfono sin que haya sonado, otro tic. Se dobla un poco más, para hablar en voz baja, mira de reojo al conductor, que entiende y sube la mampara.
–Escuche, majestad. El ministro me ha insistido mucho. Las cosas se van a poner muy feas. La situación se puede descontrolar en cualquier momento. Hay periodistas, hay jueces, hay algunos políticos que no atienden la llamada a la responsabilidad. Y hay convocada otra manifestación, que puede acabar peor que la de ayer. Creo que ese avión de Zúrich es su avión. Vamos hacia él, y si por el camino resolvemos lo del avión privado, cambiamos. Pero no debería esperar más, no sea demasiado tarde.
Llamadas que nadie coge
Empuja la puerta para bajar, no aguanta más el espinazo doblado. Sin muletas, se apoya en el capó, arruga los ojos ante el sol que ya calienta la pista tras la alambrada. “Dame el teléfono”, le dice al secretario. Mira la pantalla, que acaricia ante la falta de teclado. Siempre le han dado los teléfonos con el interlocutor ya al otro lado. Abre la agenda, los nombres van deslizándose en orden alfabético. Según los ve imagina llamadas interminables que nadie coge, secretarias que disculpan al destinatario por no poder atenderlo en ese momento, tipos nerviosos que improvisan excusas como las que ha oído en las dos últimas semanas, desde que saltó la gran noticia. Se detiene unos segundos en un par de nombres: su mujer, su hijo. En ese momento vibra el teléfono en su mano, y sin mirar al secretario pulsa el icono para descolgarlo y lo acerca a la oreja. Reconoce la voz atropellada del ministro: “Oye, soy yo otra vez, no tenemos mucho tiempo, dile que se largue en ese avión sin pensárselo, que el día se va a poner muy caliente. No vamos a impedirle salir del país, pero tiene que ser ahora mismo. Después de mediodía no garantizo nada.”
En la entrada de la terminal rechaza las gafas de sol y la gorra que le ofrece el secretario: qué absurdo, como si no fuesen a reconocerlo. Espera en el coche, tumbado en posición fetal para aliviar la presión vertebral, mientras el secretario factura el equipaje y obtiene la tarjeta de embarque. Cierra los ojos y se ve a sí mismo, en plano cenital: encogido en un asiento trasero, en doble fila entre coches de parejas que se despiden con un beso largo; asciende un poco más la cámara y ve los alrededores del aeropuerto, la periferia descuidada de la ciudad, y subiendo un poco más ve las calles del centro, la marcha de miles de ciudadanos que se dirige hacia el palacio sin que la policía lo impida; y aún más arriba, ya en el cielo, contempla el país entero como un nervioso hormiguero de millones sentados frente a televisores que repiten una y otra vez la gran noticia.
En el control de seguridad, primer problema. Los guardias, sin consultar a sus superiores, consienten evitarle la cola del escáner y que entre por un lateral, no sabe si por obediencia residual o por piedad. Pero niegan el paso al secretario por no tener tarjeta de embarque. Hay unos minutos de forcejeo verbal, de teléfonos marcados y voces metálicas en la emisora de uno de los guardias. Él observa mientras a los pasajeros que, descalzos y con el cinturón en la mano para pasar el control, le señalan, le fotografían con sus móviles, crean esa expectación ruidosa que acaba convocando a decenas de viajeros que hablan cada vez más alto, silban, abuchean poniendo nerviosos a los guardias.
–Voy a buscar otro billete para mí y acabamos antes, señor. Me niego a que tenga que pasar usted solo– anuncia el secretario, convertido en un manojo de tics. Él levanta una mano que parecería solemne a quien no conociese su cansancio, su aguijón en la columna vertebral, su estupor y su rabia; y anuncia con un tono más nasal que de costumbre: “No merece la pena. Déjalo, ya sigo yo”, y mientras le estrecha la mano, al ver sus ojos brillantes lamenta la simpleza de sus palabras para quien tal vez esperaba una frase histórica, de esas que pronunciaban los reyes destronados desde el estribo del carruaje, la plataforma del tren o la baranda del barco.
Sin tiempo a réplica, se guarda la tarjeta, rechaza la silla de ruedas que le ofrece una azafata y clava las muletas en el pavimento para avanzar unas zancadas que se pretenden firmes pero no logran disimular el tambaleo.
¿Y ahora qué? ¿Hacia dónde? Mira el monitor que anuncia las puertas de embarque, sin conseguir enfocar la vista en la sopa de letras y números, mientras a su espalda percibe la acumulación de curiosos, el murmullo creciente, alguna voz más alta que le hiere, un papel arrugado le golpea el hombro. Decide echar a andar hacia un lateral, sin más destino que alejarse de allí, del grupo cada vez más numeroso que le persigue arrastrando maletitas de ruedas. Al pasar junto a un local de venta de prensa se le van los ojos hacia las portadas de los periódicos, todas con la misma foto y titulares casi idénticos. Con esfuerzo da los pasos suficientes para alcanzar la cinta transportadora, a la que se abandona.
Se deja llevar a lo largo de la terminal acristalada, la techumbre inalcanzable y brillante que le recuerda el día de su inauguración. Pero aquél no era él, era otro, aplaudido, vitoreado, reído, no este hombre desplomado sobre la barandilla deslizante al que escoltan varias docenas de viajeros furiosos, mientras la megafonía repite su nombre como una acusación cuando en realidad es una llamada, una última llamada para embarcar.
[Cada mes, Isaac Rosa publica un nuevo relato en el periódico de La Marea. ‘Última llamada’ corresponde al número actual (nº4, abril de 2013). Si te ha gustado y quieres leer más, puedes comprar ejemplares sueltos o suscribirte aquí]